La
lluvia se había convertido en algo habitual desde que llegara allí. Frio y
lluvia era lo único que tenía que ofrecer Ar al viajero cansado. Ar, la ciudad
del eterno ocaso. La ciudad a la que solo puedes llegar cuando realmente te
encuentras perdido.
[...]
Recordaba muy bien como había llegado allí [...] Se
cansó de las ciudades y empezó a vagar entre aldeas. Con el tiempo también se
aburrió de estos y decidió caminar por los campos y las montañas. Pasaron meses
y una noche vio una casa a lo lejos. La casa al acercarse se convirtió en un
barrio y el barrio en una ciudad. Cuando se dio cuenta estaba en medio de una
floreciente metrópolis asediada por el agua de lluvia y el ajetreo urbano del
que llevaba meses huyendo.
Cogió
una calle y la siguió hasta el final pero nunca llegaba al final de la ciudad.
Buscó mapas de la ciudad pero no encontró ninguno. Estaciones de autobús,
trenes, taxis… preguntó a la gente pero solo había una respuesta en todos los
sitios: había llegado a Ar y estaba
atrapado.
Con
el tiempo había ido desgranando los entresijos de aquella ciudad. La mayoría de
gente no recordaba cómo había llegado y los pocos que lo hacían solo podían
hablar de la confusión de verse rodeados de repente de una ciudad que parecía
aparecer de la nada y al mismo tiempo siempre haber estado allí. Depende de a
quien le preguntaras la ciudad estaba en España, EE. UU o el Polo Norte. Cada
uno de un lugar, cada uno distinto a los otros. Tan solo una cosa en común,
estaban perdidos.
A
la larga, la gente olvidaba incluso aquello que le había hecho perderse y en
ese momento empezaban a parecerse los unos a los otros, creando una masa gris
en la que las caras y las personalidades se confundían. Aleph dedicaba cada día
a recordar sus viajes, su partida y como había llegado a allí para no formar
parte de aquella marea.
Descubrió
que habían perdido todo sentimiento de propiedad y su hogar era simplemente el
lugar donde querían descansar. Las puertas de los edificios nunca se cerraban
con llaves y la gente dormitaba en lugares desconocidos con lujos desconocidos.
Lo más parecido a un hogar era aquella habitación donde Isabella y él siempre
se reencontraban cada Luz. No recordaba haber acordado aquello pero así sucedía
y entre Luz y Luz vivía en la casa que le apeteciera ese día.
El
tiempo era otro parámetro extraño en aquella ciudad. La gente era consciente de
su paso pero la falta de sol hacía difícil determinar qué hora era, por lo que
se basaban en un incierto calendario en el que habían desaparecido los días, sustituidos
por periodos. Había un momento en que el cielo de Ar, dejaba pasar durante unos
instantes una tenue luz y la eclipsaba casi al instante. Eso era una Luz,
determinaba el final de un periodo y el inicio del siguiente. Este hecho era
aleatorio y nunca se sabía cuándo iba a llegar.
Los
conceptos de relación también variaban. Allí eran todos desconocidos pero
desconocidos con necesidades sexuales. Las relaciones se iniciaban con un
simple gesto y terminaban en un orgasmo
en una cama desconocida. Las únicas dos relaciones que mantenía a la manera del
“Otro Mundo” (como lo llamaban los demás ciudadanos de Ar) eran las de Isabella
y la de Chris.
[...]
Su
trayecto a través del recorrido urbano fue igual de desagradable que siempre
que se aventuraba a salir, los coches por doquier cada día conducían en una
dirección constriñendo a los peatones en las pequeñas aceras que apenas
permitían el pasó de dos personas. La marea de gente igual parecía siempre
fluir en dirección contraria a la que él iba y se concentraba en evitar
empujones y seguir avanzando. El ajetreo de las calles le resultaba estresante.
Durante sus viajes se había acostumbrado a la soledad y a la introspección.
Cada vez le resultaba más complicado pensar y concentrarse en algo debido al incesante
ruido de la calle y le costaba más recordar quien era y de donde venía.
El
paisaje era poco menos que aburrido. Todos los edificios iguales, todas las
caras iguales, día tras día todo igual. Todo gris.
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